viernes, 1 de febrero de 2013

Defensa central.




Nunca te lo perdonaré. Yo no jugaba fútbol bien por que no me gustaba. Me ponías de defensa pues no sabia hacer nada. Cada gol, claro, era mi culpa. Los entrenamientos al sol candente no mejoraron nada. Nunca entendiste que ni físico, ni mi mente eran para eso. No soportaba regatear por el balón, los empujones siempre me parecieron odiosos. El contacto con los demás me agobiaba. Todos eran más fuertes que yo. Nunca entendí lo que era una falta, tenían que sacarte un ojo para que el árbitro silbara.  Mis rodillas prominetes y mis piernas flacas eran la risa de todos. Ya en el estadio Azteca podía sentirme mejor, yo solo era espectador.  Por la tele era horrible, nunca nadie jugaba a la altura de tus expectativas. Jugar en el campo era para mi aterrador, la alergia al pasto me agobiaba al punto de sentirme mareado. Ese tapete bordado de hojas verdes, siempre cortadas, expulsando la corrosiva clorofila me causaba un tremendo dolor en los codos, siempre purulentos por la reacción de mi piel. Los tiros de esquina me daban risa. Todos gritando como locos que querían la bola en su cabeza  cuando sabíamos que no seria capaz de ponerla en ningún sito. Claro, yo tiraba porque todos querían meter gol.
Cuando la volaba el desprecio de los demás que me daban la espalda para que fuera por ella me lastimaba. Al terminar los partidos el asma me agobiaba, ni que decir de esa sensación de ador en la piel de las rodillas. Todos eran amigos entre ellos, parte del equipo, yo no. Ni siquiera estorbo. Cuando había que poner barrera, yo el primero. El dolor de los balonazos en la cara, que primero quitan la sangre de la piel y luego la abotargan de rojo palpitante. Si el balón no tenia suficiente presión, a correr a inflarlo. Esos momentos de soledad con la bomba, aparte del partido, sabiendo que todos me esperaban era mágico, pero al volver tomaban el balón, lo único valioso, y yo a ser defensa. En el gallo/gallina siempre quedaba al final. “¡Tú a la defensa!”. Los delanteros eran buenos. Me arrollaban. Me esforzaba, pero ellos eran más guapos, más fuertes, más grandes, me amedrentaban. Algunos “estrellitas” hasta hablaban bien, con palabras complicadas.  Cada error cometido era recriminado por los otros diez sin piedad alguna. Y tú , claro. No había cabida al error, ellos no perdonaban. Si hacía algo bien, pues el burro que toco la flauta.
Gracias a Dios me fui de casa. Nuca más jugué ni volví a ver o jugar ese estúpido “juego del hombre”. Me dediqué a los deportes individuales, extremos. Mi mente y mi cuerpo eran para hacer otras cosas de mucha mayor importancia. Los juegos de conjunto son para idiotas en el fondo. ¿Qué persona inteligente puede soportar las ordenes de un entrenador? ¿Quien de valía puede soportar jugar un rol supeditado a los demás? Es por eso que nadie se acuerda de los nombres de la selección que gana una medalla o un mundial. Solo se acuerdan de los guapos, de los que en el fondo fueron individualistas y se beneficiaron del contrincante y de sus compañeros. ¿Quién se acuerda de un defensa? En cambio todos saben quien fue el primero en el Everest, o en la luna, o quién es el piloto campeón de formula uno o el mejor tenista. Los nombres en el futbol son para iniciados, para soberbios que quieren aparentar o idiotas que no pueden hablar de otra cosa. Los demás solo sabemos el nombre del país que ganó el ultimo mundial o la última liga. Pero claro, tuve hijos. Ellos, sujetos a la presión de los medios, terminaron por interesarse en el futbol. “Papá, quiero ser parte de la selección de la escuela”, ¿qué decir? No era cosa de truncar sus aspiraciones. Pensé que hacerme el indiferente funcionaría, pero no. Insistieron. No solo iban a entrenar si no que uno termino de medio y otro de delantero. Yo pensé que era síntoma indiscutible de su belleza, pero la verdad es que si daban pases y metían goles. El ambiente era espantoso, padres que proyectaba sus inseguridades en los compañeros de mis hijos, gritaban, se retorcían por los errores cometidos. Vi padres insultando a sus hijos al punto de hacerlos llorar. Patadas al por mayor. Lesiones y golpes, pero ellos las adoraban. Árbitros decadentes gozando con el odio del respetable. Cuando hablé con los sabios que dirigían la escuela les pedí que abrieran disciplinas más personales, escultismo, no sé, deportes de pista. Me contestaron con la muletilla del trabajo en equipo y las habilidades sociales. Así no me quedó más remedio que acompañarlos a los partidos de la liga, a oír mentadas y gritos al por mayor. Ellos me pedían que viéramos partidos de la Champions juntos, festejaban como locos, yo solo los seguí.
Me llevaron al estadio a ver a los locales dar vergüenza y por fin vimos un mundial juntos en la casa. Al final sabía igual que ellos, tenia opinión para cada jugada y jugador. Logré  aprender nombres de jugadores y detalles técnicos del fútbol. Terminé distinguir los diferentes parados del equipo en la cancha y a aquilatar el valor del liderazgo de los capitanes. Entendía  como un delantero jala a la defensa contraria y se la deja al lateral o como filtrar un balón es lo de hoy. La diagonal matona y el contragolpe me llegaron a volver loco. La profundidad de las bandas o el juego de conjunto me eran términos familiares. Grité con ellos cuando metíamos un gol o fallábamos un penalty, pues terminé por hacerme seguidor de su equipo. Lloré el día que ganamos el título. Lo que no te perdonaré es que nunca me sonreíste cuando jugábamos.