Las despedidas
en la central camionera son patéticas. Ni que decir del olor de los pastes y
los tamales. Yo no quería venir, pero mi esposa Julieta insistió. A los
compadres, Rodrigo y Lisa, los queremos mucho, nos echaron la mano en tiempos
difíciles y ahora nos tocaba corresponder. Con tanta boruca en Sinaloa tuvieron
que venirse unos meses para acá, en lo que pasaba lo del secuestro. La
conversación eludía claramente el adiós. “Que día tan soleado” o “¿cuántas
horas son a Sinaloa?” se repetían con agobiante facilidad Me dí cuenta que Julieta esquivaba la
mirada de Rodrigo continuamente, como avergonzada. Ambas estaban realmente
entristecidas y Lisa empezó a llorar al acercarse el momento de la salida. Yo sentía
mucho su partida, pues en este tiempo mi relación con Rodrigo se había
profundizado grandemente. El dolor de la perdida de su hijo lo había
desmoronado por completo y encontró en mí
el apoyo de esa amistad antigua, que teníamos casi desde la
adolescencia. Lo abracé muy
fuertemente y se me salieron las lágrimas en silencio; el sí lloró en voz alta.
Lisa me dio apenas un abrazo superficial y evadió mi beso. Julieta no se acercó
a Rodrigo, pero este terminó por alcanzarla y darle un abrazo que correspondió.
Ellas, al acercarse para la
despedida final, casi instantáneamente se separaron y empezaron a llorar como
entre convulsiones de dolor. Ambas dejaron de mirarse y se dieron la espalda
mutuamente. Rodrigo tomó a Lisa por el brazo y se fue, mientras se despedía con la mano, por el pasillo al autobús. Abracé
a Julieta, que poco a poco se iba tranquilizando. Yo sabía lo mucho que sufriría
esa separación. De la infidelidad vino el amor. Se amaban... las dos.
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