martes, 3 de septiembre de 2013

Autobús.



Las despedidas en la central camionera son patéticas. Ni que decir del olor de los pastes y los tamales. Yo no quería venir, pero mi esposa Julieta insistió. A los compadres, Rodrigo y Lisa, los queremos mucho, nos echaron la mano en tiempos difíciles y ahora nos tocaba corresponder. Con tanta boruca en Sinaloa tuvieron que venirse unos meses para acá, en lo que pasaba lo del secuestro. La conversación eludía claramente el adiós. “Que día tan soleado” o “¿cuántas horas son a Sinaloa?” se repetían con agobiante facilidad  Me dí cuenta que Julieta esquivaba la mirada de Rodrigo continuamente, como avergonzada. Ambas estaban realmente entristecidas y Lisa empezó a llorar al acercarse el momento de la salida. Yo sentía mucho su partida, pues en este tiempo mi relación con Rodrigo se había profundizado grandemente. El dolor de la perdida de su hijo lo había desmoronado por completo y encontró en mí  el apoyo de esa amistad antigua, que teníamos casi desde la adolescencia.  Lo abracé muy fuertemente y se me salieron las lágrimas en silencio; el sí lloró en voz alta. Lisa me dio apenas un abrazo superficial y evadió mi beso. Julieta no se acercó a Rodrigo, pero este terminó por alcanzarla y darle un abrazo que correspondió. Ellas, al  acercarse para la despedida final, casi instantáneamente se separaron y empezaron a llorar como entre convulsiones de dolor. Ambas dejaron de mirarse y se dieron la espalda mutuamente. Rodrigo tomó a Lisa por el brazo y se fue, mientras se despedía  con la mano, por el pasillo al autobús. Abracé a Julieta, que poco a poco se iba tranquilizando. Yo sabía lo mucho que sufriría esa separación. De la infidelidad vino el amor. Se amaban... las dos.

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